De nuevo
ha surgido la polémica. Aragón ha publicado la Ley de Autoridad del
Profesor. Que la autoridad, y mucho
menos el carisma y el respeto, no se impone por ley, creo que no lo discutimos
nadie: la cuestión es cómo se ha llegado a esta situación, a tal punto de
degradación en las relaciones docentes/alumnos, que haya habido que plantearse
y llevar a efecto la promulgación de esta norma, porque es evidente que aquí
hay un problema.
La falta de motivación, la crisis de valores
como la responsabilidad , el esfuerzo y el respeto a los demás y las
consecuencias de no ejercerlos, la heterogeneidad del alumnado, la dejadez de
algunos padres, la cultura del éxito fácil, la incomunicación
familias/comunidad educativa, la tendencia a responsabilizar a los docentes de
las faltas de disciplina de los hijos, dar todos los caprichos sin exigir nada
a cambio, la falta de sintonía entre lo que se estudia en las facultades de
educación y lo que luego debe trasmitirse en el aula y, una vez ejerciendo la
docencia, la falta de una verdadera política de formación permanente del
profesorado enfocada a la realidad del día a día, son algunos de los factores
que han influido en llegar al punto en el que estamos.
Pero
quiero incidir aquí en la urgente necesidad de cambiar las condiciones (nivel
de exigencia incluido) de acceso a la carrera docente. Últimamente hemos tenido
oportunidad de conocer a través de los medios de comunicación el modelo
finlandés: aunque no se trata de trasladar modelos de sociedades con
idiosincrasias diferentes, lo que es evidente es que debemos imitar, dentro de
las características de cada país, lo que funciona.
Y debemos
decirlo de una vez por todas y sin tapujos: para ser profesor no sirve
cualquiera, ni mucho menos. Aprobar una carrera (cuyo acceso es poco exigente y
al que acuden en muchos casos quienes no tienen plaza en otra porque la nota de
corte es mucho mayor), superar unas pruebas de oposición que sólo miden
conocimientos, la idea bastante
extendida de que la plaza en propiedad otorga patente de corso para hacer lo
que se cree que es su obligación, descuidar la formación permanente y carecer
de una eficaz evaluación continua de la labor docente, echar la culpa a los
demás de todo (incluido el fracaso escolar), el café para todos en derechos,
pero no en deberes, tienen sin duda una clara influencia en lo que hablamos.
Como en todas las profesiones, hay quienes valen (y mucho) y quienes no y la
sociedad no puede permitirse considerarlos por
igual. Pasar de la oposición al aula sin haberse medido actitudes y
haberse entrenado en la difícil tarea de enseñar, es un gran error.
Porque aquí no se trata de buenos y de malos,
de si la educación de antes era mucho mejor que la de ahora, de si la culpa es
exclusivamente de la administración, de los medios, si es imposible conciliar
la vida laboral y familiar, de si los alumnos son ingobernables o de si yo no
hago más horas de las que me corresponden… O nos implicamos todos o esto
seguirá sin funcionar y las consecuencias ya se saben (¿o no lo hemos pensado?).
Dejémonos
también de demagogia: palabras como disciplina, autoridad, castigo… se han convertido
en tabú porque parece que recuerdan a otros tiempos y eran sinónimo de
represión, porque no hay nada más represivo y contrario a los derechos que
mirar para otro lado en un tema de vital importancia para nuestro futuro. ¿Sabemos
en realidad qué es disciplina, qué supone el principio de autoridad que ahora
hemos introducido por ley y que exigir el cumplimiento de las obligaciones no
es menoscabar derechos? Disciplina no es sino cumplimiento de unas normas de
convivencia que nos atañen a todos: ¿qué pretenden las normas que rigen en
cualquier institución, empresa, colectivo…? ¿De qué se trata cuando en
cualquier organización debe observarse una estructura, un organigrama y una
distribución de roles?, ¿No existen consecuencias por incumplimientos de normas
establecidas? Pero no nos equivoquemos: la autoridad es efectiva cuando media
el respeto y el respeto es muy difícil de imponer y de improvisar: el respeto
no se adquiere ni chillando más, ni castigando más ni suspendiendo más y
tampoco siendo más condescendiente, más colegas… el respeto empieza por uno
mismo hacia sí mismo, y se asienta en
ser consciente de cuál es la labor del “docente” más que del profesor y todo lo
que ello implica (eso sí que no lo mide ninguna oposición ni se impone mediante
ninguna norma legal). Y lo que no pueden hacer los padres es trasladar al
colegio lo que son sus responsabilidades. Si hay alumnos que no respetan las
normas del colegio, a los profesores, a sus compañeros… ¿están siendo educados
en estos y otros valores en su casa? Porque no deberemos exigir a los demás lo
que nosotros somos incapaces de conseguir. Dejemos de una vez de echarnos la culpa
unos a otros y conformemos una verdadera comunidad escolar donde todos cumplan
su parte.
¡Responsabilidad!
Miguel Ángel Heredia García
Presidente de la Fundación Piquer