He tenido la ocasión de entrevistarme con Esther y Sinfo, padres de tres hijos: Esther, Asunción y Eloy. La historia que a continuación se narra podría definirse como un ejemplo de lucha. Se remonta a 1975 y es una visión de la sociedad de hace treinta y siete años hasta nuestros días. Es una historia a caballo entre la antigua y reduccionista visión del discapacitado y la nueva apertura de oportunidades e igualdades con las que ahora cuentan (a sabiendas de que aún hay trabajo por hacer).
Cuando Esther dio a luz a su primogénita en una clínica privada de Plasencia nada le dijeron acerca de la salud de su hija. Fue en la revisión del mes, estando instalados en Asturias, cuando el pediatra, observando con atención al bebé, citó a ambos progenitores para una segunda revisión pasada una semana. Llegado el día se presentó Esther sola, sin Sinfo, pues pensaba que era otra revisión normal. Nada sospechaba de la noticia que le iban a dar. Su hija tenía Síndrome de Down. De la boca de Esther surgió la siguiente pregunta: ¿Y eso qué es? Se desconocía mucho sobre dicha discapacidad, pues los que la padecían no frecuentaban las calles. El pediatra informó a Esther, muy a grandes rasgos, sobre las limitaciones que su hija iba a tener. Su desarrollo iba a ser más lento que el de cualquier otro niño. El pediatra les derivó a otro médico que andaba interesado en los niños con síndrome de Down, pues estaba haciendo un estudio sobre las causas de esta discapacidad. Cuando llevaron a Esther a dicho médico les hizo a todos unos análisis de sangre, que hubieron de ser enviados a Estados Unidos pues entonces en España no había laboratorios especializados en estos estudios. No sería hasta que Esther estaba embarazada de su tercer hijo cuando recibirían noticias sobre los análisis.
Cuando Esther cumplió los tres años se trasladaron a Toledo, concretamente al barrio del Polígono. Allí, la asociación de APANAS, que sólo atendía a niños mayores con cualquier tipo de discapacidad, les puso en contacto con SERE, una asociación que ofrecía ayuda psicológica y logopeda al discapacitado. También se hacían reuniones para que los padres se desahogaran sobre la situación en la que vivían. “Entonces tener un hijo con discapacidad suponía enfrentarte a diario a miradas lastimeras, extrañadas o curiosas cada vez que paseabas con él. Eso fue quizás lo peor de aquellos años de lucha” –comenta Esther–. Por eso muchos padres dejaban a sus hijos dentro de las casas y raras veces los sacaban. Llevaron a Esther a la Asociación para que recibiera sus sesiones de logopedia. Fue por aquel entonces cuando recibieron una carta con relación a los análisis que se habían hecho para conocer las causas de la discapacidad. “Lo que me decían en la carta es que habían extraviado los resultados, y tenían que repetir las pruebas –cuenta Esther–. Así que tuvimos que viajar de nuevo hacia Asturias, yo en mitad del embarazo y con las carreteras de aquella época, para volver a hacernos los análisis”. Al cabo de otro año supo que el Síndrome de Down no se debía a causas genéticas.
El Colegio de la Milagrosa cedió un aula a la asociación para que los niños estuvieran unas horas al día. Esther, todas las mañanas, cogía su autobús y llevaba a su hija. Entonces los autobuses pasaban cada más tiempo. El aula cedida estaba muy mal comunicada; había que subir unas escaleras, a sabiendas de que estaba pensada para discapacitados físicos, psíquicos y motores. Esther esperaba sentada a que su hija terminase, teniendo que soportar en muchas ocasiones el intenso frío de los pasillos del viejo Hospital de Tavera. Muchos padres decidían no llevar allí a sus niños porque les pillaba mal la zona. A Esther le suponía tener que dejar a su hijo pequeño con la vecina mientras acompañaba a su primogénita a favorecer su desarrollo personal. Muchos consejos recibía de la psicóloga que les animaba a que hicieran más autónoma a la niña. Esther y Sinfo lo tuvieron muy claro. Querían que Esther se valiera por sí sola. Sus hermanos le sirvieron de estímulo pues ella misma, al verles a ellos hacer las cosas, trataba de imitarlos. Atarse un zapato le llevaba quince minutos, pero ella no se cansaba, ni paraba hasta conseguir su objetivo. Sus padres tenían paciencia para con ella y esperaban a que terminara, lo que ayudó a Esther a llevar a cabo sus pequeños pero grandes logros. “Cada paso que daba hacia delante, cada superación, suponía un orgullo tremendo para nosotros y un aliciente que echaba por tierra la idea de que estos niños no eran capaces de nada–constata Sinfo–”. No se debe olvidar que todo esto estaba teniendo lugar en medio de una sociedad en la que no se apostaba por la capacidad de superación de dichos niños.
Uno de los golpes que más dolió al matrimonio fue experimentar tantas puertas que les fueron cerradas para con Esther. Quisieron llevarla a la guardería, pero no la admitieron por su discapacidad. La escolarización la llevó a cabo en el colegio público Gómez Manrique. Habían habilitado un aula para discapacitados. Nada compartían con el resto de alumnado. Dicha aula se fue convirtiendo en el lugar al que llevaban a los niños que no alcanzaban los objetivos deseados, por lo que se juntaban discapacitados con niños considerados incompetentes. Casi al final de su estancia en la escuela empezó a llevarse a cabo la integración y Esther compartía actividades curriculares con alumnos de un aula ordinaria. Estuvo allí hasta los 16 años edad en la que finalizaba el periodo de escolarización para estos muchachos. La psicóloga que asistía al centro temporalmente aconsejó a Esther y Sinfo llevar a la niña a FP. Les dijo que su hija estaba preparada para seguir su formación, pues sabía leer y escribir y tenía un nivel muy aceptable. Ellos se informaron y acabaron llevándola al Instituto Juanelo Turriano del mismo barrio del Polígono. Allí asistía a clases prácticas de peluquería. Fue la primera que pudo continuar su formación; el resto de sus compañeras/os discapacitados estaban destinados a quedarse en sus casas. Sin embargo, gracias al esfuerzo de ocho padres, entre los que se encontraban Esther y Sinfo, no fue así. Impulsados por el deseo de ofrecer más ayuda, actividades y consideraciones a sus hijos, estos padres promovieron el nacimiento de la Asociación Síndrome de Down de Toledo. Empezaron con dos empleadas, una logopeda y una psicóloga. Hoy día casi una treintena de profesionales ofrecen allí sus servicios.
La psicóloga dijo a Esther y a Sinfo que era conveniente que su hija fuera sola al Instituto para fomentar su propia autonomía. “Aceptamos algo recelosos –cuenta Esther–, pero sabiendo que era lo mejor. Las primeras semanas, sin que mi hija me viera, la seguía de lejos para observar el camino que tomaba”. Mucha zozobra pasaba cuando su hija iba sin nadie que la acompañara, pero después se ha alegrado mucho por lo que ha supuesto a nivel de seguridad para Esther.
Cuando terminó el módulo de peluquería, Esther y Sinfo quisieron que se sacara el graduado escolar y la matricularon en la escuela de adultos del Polígono. Era la única discapacitada de la clase, pero la maestra, muy asombrada, siempre les repetía a los padres lo aplicada que era su hija. Resaltaba que atendía y se esforzaba bastante más que muchos de sus compañeros. Con razón hacía estos elogios la profesora, pues muchas horas de esfuerzo dedicó Esther al estudio diario. Obtuvo el graduado tras cinco años. Sinfo y Esther, muy orgullosos, recordaban cómo su hija recitaba al dedillo las ciudades y las capitales de Europa. Eso sí, las matemáticas eran y siguen siendo su punto débil.
La Asociación organizaba talleres en el agua. Esther acudía con su padre. Cuando terminaban sus ejercicios cada padre se metía en el vestuario con su hijo para ducharlo y vestirlo. Sinfo y Esther no querían eso. Sabían que su hija podía vestirse y asearse sola, por lo que, cuando todos los niños habían terminado en los vestuarios, Sinfo permanecía una hora más allí, esperando a que su hija terminara lo que sabía hacer.
Esther también trabajaba en los talleres de serigrafía de la Asociación. Con la edad de veinticuatro años un psicólogo que trabajaba allí tuvo una excelente idea: se le ocurrió proponer a la entonces Consejera de Bienestar Social integrar a algunos discapacitados en el ámbito laboral. Ella aprobó la propuesta y dicho psicólogo fue encargado de seleccionar a dos chicas/os para proponerles trabajar en la Cortes de Castilla la Mancha. Una de estas chicas fue Esther. Ya son doce años los que lleva trabajando allí y ella misma se define como una mujer que es un ejemplo de superación. Está muy orgullosa de sus logros, y no es para menos. Éstas y las anteriores generaciones nacían sin oportunidades de ningún tipo, no eran considerados en el ámbito social, debían estar recluidos en sus casas, pero gracias al esfuerzo de muchos padres que han apostado por sus hijos; gracias a la apertura social, hoy es normal la inclusión. La lucha, el esfuerzo y el sacrificio tienen su recompensa final.
Esther y Sinfo evalúan así lo vivido hasta ahora:
“Cuando nos dijeron la discapacidad que tenía nuestra hija nadie daba nada por ella, no podíamos imaginar que iba a ser capaz de hacer nada, cuanto menos de trabajar, eso era impensable. Pero a Esther la hemos exigido más que a sus hermanos. Ha tenido que dedicarle mucho más tiempo para aprender las pequeñas cosas, pero cada pequeño logro le ha llevado a tener la confianza y la estima suficientes para enfrentar otros más grandes. La superación empieza por lo pequeño. Las grandes batallas se ganan con pequeñas conquistas. Somos conscientes de que en muchas cosas hemos sido pioneros y eso es porque hemos confiado en nuestra hija. Hoy, los niños/as que acuden a la Asociación son estimulados desde edades tempranas. Se nota muchísimo la seguridad y la desenvoltura de las nuevas generaciones. El resultado de confiar en el otro se palpa en los logros obtenidos por la persona en la que se confía, sea cual sea su situación, respetando el ritmo de cada individuo. Y en eso estamos alegres porque, en medio de la tempestad, dimos los primeros pasos para conseguir lo que hoy es ya una realidad”.
Con este testimonio tan edificante soy consciente de que el cambio no surge en las grandes esferas, sino en los pequeños hogares y aulas. Muchos pequeños esfuerzos generan los grandes cambios. Se debe empezar por lo que tenemos cerca. Si educamos a nuestros hijos y alumnos en el amor, el respeto, la confianza, la seguridad y la constancia, sin duda estaremos poniendo los cimientos para que el día de mañana sean hombres y mujeres seguros de sí mismos, trabajadores constantes y capaces de aceptar las limitaciones y diferencias propias y ajenas.
En las Cortes de Castilla la Mancha, a la salida del trabajo de Esther.
Primero de Educación Infantil (Grupo A)