Por eso me gustaría formular algunas preguntas. Las mismas a las que doy vueltas en la cabeza con cierta frecuencia. Se refieren a la propia esencia de la educación, asunto sobre el que me parece no solemos reflexionar muy a menudo. Porque, más allá de las definiciones oficiales que podemos encontrar en los libros de pedagogía, yo, que tengo ilusión por dedicarme algún día a este trabajo, debo darme una respuesta personal respecto a lo que para mí significa el hecho de educar, ya que de esa respuesta va a depender el “anclaje”, el posicionamiento profundo que va a dar sentido a toda mi labor y que, de forma más o menos explícita, va a condicionar mi práctica educativa.
Y empiezo con las preguntas। La educación ¿debe ocuparse más bien de la transmisión de contenidos –ya sean científico-técnicos, socio-culturales, actitudinales, etcétera- o de la creación de nuevos esquemas de conocimiento y relación? Dicho de otra manera: ¿debemos ocuparnos en educar para el mundo que tenemos o más bien en preparar a las nuevas generaciones para que puedan llegar a construir el mundo que queremos? Yo creo que, de acuerdo con la prioridad que establezcamos (la cual, obviamente, tendrá también que ver con nuestros planteamientos ideológicos y vitales, y hasta con nuestro propio substrato biológico y temperamental) será más o menos previsible nuestra orientación profesional. Porque supongo que estaremos todos de acuerdo en que la “neutralidad” y la “equidistancia”, que pueden traducirse en la mera aplicación de recursos técnicos y de estrategias metodológicas que buscan incrementar ciertas capacidades de los alumnos, son, además de imposibles de hecho, claramente inhumanas y aberrantes. Todos pensamos, nos posicionamos y sentimos de tal o cual manera… Y si no es así, ¡mal asunto!; porque sería como dar por hecho que más que personas somos piedras u objetos insensibles. El gran psicólogo humanista Carl Rogers, en su libro “El proceso de convertirse en persona” -obra que debería ser de obligada lectura para todos los docentes- defiende que la autenticidad, el mostrarnos ante los niños tal como somos, el entablar con ellos una relación de empatía y aceptación, de profundo respeto a lo que el otro es ya en el momento de la interacción (y no sólo a lo que puede llegar a ser o a lo que nosotros queremos que sea) es la condición indispensable para conseguir ese clima de seguridad y confianza que permitirá el aprendizaje y el crecimiento personal de nuestros alumnos; y también nuestro propio crecimiento en la medida que nos implicamos en esa relación.
Desde luego yo estoy convencida de que la educación debe dirigirse a un horizonte utópico (teniendo en cuenta que utopía es “lo que aún no existe”, pero puede llegar a existir, pues no es imposible), horizonte que ha sido vislumbrado por los grandes pensadores de la humanidad en diferentes épocas y que, sin entrar en más detalles, se configura en torno a los ideales de libertad, justicia y fraternidad de los seres humanos entre sí y con su medio, es decir, con los demás seres vivos e inertes que pueblan nuestro mundo. Es claro que aún estamos muy lejos de alcanzar esos ideales; pero yo creo que nadie, y menos un educador o educadora, debería renunciar a ellos si quiere ostentar dignamente ese título. Además las leyes y normas de carácter general (Declaración Universal de Derechos Humanos y otros tratados internacionales, nuestra propia Constitución, etcétera) y las específicas en lo que se refiere a la educación (LOE y otras leyes educativas autonómicas) también se asientan, al menos en teoría o en “la letra”, sobre esos principios… ¡que tal vez siguen siendo teóricos porque no terminamos de creérnoslos seriamente!
Como es palpable que el mundo marcha por unos derroteros donde la violencia, los abusos de todo tipo de unos hombres o unos pueblos sobre otros, los daños a un medio que tendría que garantizar la vida de los que vienen detrás de nosotros, y un largo etcétera de desdichas siguen siendo por desgracia tan habituales, yo no tengo más remedio que preguntarme: ¿Puede mi trabajo quedarse en lo meramente “profesional” o debe avanzar hacia un compromiso más global? Y si así fuera, ¿tengo derecho a poner mis metas pedagógicas en lo que aún no es, sabiendo que ello puede crear un cierto conflicto con la realidad tal como es? Dicho de otra forma: ¿ayudamos a que crezcan seres adaptados a lo que hay, renunciando a los intentos de avanzar hacia un mundo como debería ser; o asumimos el riesgo de crear seres en alguna medida inadaptados con la esperanza de que esa inadaptación pueda ir provocando los cambios que deseamos? No es un juego de palabras sino una cuestión a mi juicio muy seria. Intentaré ilustrarla con un ejemplo: continuamente oímos a nuestro alrededor que las naciones, las empresas, incluso las personas, deben ser competitivas en sus relaciones comerciales, profesionales o sociales. Cuando los padres intentan presionar a los docentes para que sus hijos obtengan buenos rendimientos académicos (incluso a costa de principios educativos tan importantes como la integración o la inclusividad) están respondiendo, en realidad, a ese mensaje, a esa exigencia de competitividad. Sin embargo en nuestros currículos escolares se recogen y defienden continuamente los valores de la cooperación y la solidaridad. ¿En qué quedamos? ¿Cuál debe ser nuestro criterio y en qué sentido debemos dirigir nuestros esfuerzos como educadores?
Muchos otros ejemplos podrían concretar este conflicto entre el ser y el debe ser; conflicto que ojalá suscite muchas preguntas a los educadores actuales y futuros। Unas preguntas a las que todos y todas deberíamos ir encontrando respuestas। Yo personalmente así lo intento… Pero creo que no estaría de más plantearlas y debatirlas a nivel más colectivo o institucional, porque la esencia del propio hecho educativo y de nuestra labor como docentes puede estarse jugando en ellas.