Me gustaría hablaros de una experiencia personal que he vivido durante el aprendizaje en una escuela de mi ciudad y que creo no poder olvidar nunca.
En Italia nuestra universidad nos da la oportunidad de entrar en una escuela, acercar a las enseñantes a una clase y, por lo tanto, empezar a familiarizarse con lo que se convertirá en nuestro trabajo futuro.
Hace dos años tuve ocasión de desarrollar el aprendizaje en una clase de segundo de una escuela primaria donde hubo una situación un poco particular. En esta clase, muy numerosa, había un niño muy silencioso, que parecía estar ausente. Mostraba poca participación y actividad en clase, parecía no tener ganas de desarrollar las actividades propuestas por las enseñantes y, a menudo mostraba actitudes autolesivas.
Fue necesario que allí siempre hubiera alguien que lo acercara e indujera a ir adelante en el desarrollo de los ejercicios o las actividades que se le proponían, excepto para matemáticas, aquélla era su fortaleza. Fue capaz de solucionar todos los ejercicios que la maestra asignó para casa mientras estaba dictándolos a la clase. Fue una fuerza de la naturaleza. No tuvo déficits cognitivos. En aquel entonces no supieron identificar bien cuál era su problema y estuvieron en espera de un diagnóstico. Sin un diagnóstico certificado no se pudo solicitar la presencia de una enseñante de apoyo y, por lo tanto, a menudo, el niño se fue encerrando en si mismo porque las maestras no lograron dar respuesta a sus necesidades, al tener que atenderlo junto con otros veinte niños.
Por tanto cuando llegué la prioridad siempre fue estar cerca, ayudarlo y sustentarlo durante las cinco horas. Intenté entrar en su mundo y hacerle entender que podría fiarse de mi. Miré su cuaderno y vi que en la parte inicial, habían muchas cosas incompletas; en la mitad del cuaderno noté que muchas actividades estaban concluidas, aunque habían muchos errores gramaticales. De todas maneras, era evidente que alguien lo había ayudado. Pensé que podían haberlo ayudado sus padres, siendo muy presentes y atentos, pero sólo luego me dí cuenta de que los ejercicios completos eran cosas que podía saber sólo quien estaba en clase.
Pregunté si lo había ayudado su maestra, pero ella me dijo que no. No lograba entender quien podía haber sido hasta que, un día que llegué más tarde en clase, los niños ya habían empezado las actividades. Noté que la compañera de banco de este niño, María, le daba la mano y le explicaba dulcemente lo que tenía que hacer. María lo seguía cuidadosamente para ver si estaba desarrollando la tarea en modo correcto y para corregirlo. Cuando se dio cuenta de que yo la estaba mirando me dijo "¡Maestra has llegado tarde hoy! ¡No te preocupes, cuando no estás, cuido yo de él!". Me conmoví, pero traté de esconderlo, probablemente sin éxito. Le sonreí y la acaricié; le dijo que estaba muy contenta de saber que Massimo había encontrado una amiga especial y que podía contar con ella. María siempre estaba con Massimo, también durante el recreo, un momento en que los niños son libres de salir del aula y jugar. Ella, en cambio, prefería estar junto a su amigo y hablar con él, aunque si no siempre él le contestaba. Ella estaba siempre a su lado, como un ángel guardián.
Hoy Massimo tiene a una enseñante de apoyo que le ayuda todos los días en clase y es capaz de desarrollar casi todas sus actividades de manera autónoma; María sigue siendo su compañera de pupitre y lo acompaña siempre en todo momento.
Chiara Lavecchia
Educación infantil Toledo