El otro día, paseando por el campus al salir de clase, me encontré con muchos alumnos sentados en grupo, trabajando fuera de clase. Al principio me sorprendió, porque no es lo habitual, pero enseguida recordé que una de nuestras profesoras había hecho lo mismo con nosotros el años pasado: salir del aula, cambiar del espacio, romper la rutina, y eso me llevó a reflexionar.
Siempre he recibido clases dentro de un aula. Cuatro paredes, una pizarra, sillas en fila, una profesora explicando y el alumnado escuchando, tomando apuntes. Lo he vivido desde bien pequeña hasta entrando en la universidad. Y aunque a veces nos hablan de metodologías activas, de romper con los moldes tradicionales, la práctica sigue estando bastante condicionada por ese modelo tan clásico y limitante.
Sin embargo, ver aquella clase diferente y recordar la mía me marcó. Salimos del aula para trabajar al aire libre; esa clase fue una ruptura total con la rutina, no había mesas, ni PowerPoint, ni ese silencio que a veces se impone en las aulas. En cambio, si hubo diálogo, atención… y eso me hizo preguntarme: ¿por qué seguimos encerrando el aprendizaje entre paredes? ¿Por qué asumimos que solo se aprende sentados, en silencio, escuchando y repitiendo?
Entonces, fue ahí cuando me di cuenta de algo: la mayoría de clases que recordamos con cariño o entusiasmo son aquellas que se salen de lo común, las que nos mueven física y emocionalmente, en definitiva, las que nos implican de verdad. ¿Por qué, entonces, seguimos utilizando de forma tan mayoritaria un modelo tan rígido y tradicional de enseñanza?
Como alumna de magisterio de Educación Primaria, esta experiencia me ha hecho reflexionar profundamente sobre el tipo de docente que quiero llegar a ser. No quiero limitarme a reproducir un esquema educativo que, aunque sea cómodo, hemos visto que ha dejado de responder a las necesidades reales de los alumnos. El colegio debería ser un lugar donde se aprende desde la curiosidad, desde la emoción y desde la experiencia directa. Y para eso, a veces, hace falta salir.
También creo que, salir del aula es salir de la zona de confort, para los alumnos y para los docentes. Implica asumir riesgos, perder un poco el control, dejar que el entorno forme parte del proceso. Pero es precisamente ahí donde se puede abrir un mundo de posibilidades. El aprendizaje puede darse en una calle, un parque, un mercado, un museo o en el propio patio del colegio. Lo importante es que tenga sentido, que conecte con la vida real y que invite a pensar.
Esa imagen de los estudiantes trabajando al aire libre me recordó que otra educación es posible. Una educación más abierta, más flexible, más viva, pero, sobre todo, más feliz. Y si de verdad queremos que la escuela sea realmente transformadora, quizá el primer paso sea tan sencillo (y tan valiente a la vez) como abrir la puerta del aula y mirar el mundo con ojos nuevos.
Julia Martín-Ambrosio Guzmán - 2º Educación Primaria
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por contribuir con sus comentarios a las entradas de nuestra Revista Digital.